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2 oct 2008

HIKIRIMORI ENCIERRO ADOLESCENTE

Hikikomori

Encierro adolescente

Son chicos de entre 13 y 20 años que, de un día para otro, decidieron encerrarse en su casa y perdieron todo contacto con el mundo exterior. Se la pasan todo el día jugando con la computadora, llegando incluso a perder el hambre y el sueño. Se trata de un mal que comenzó hace algunos años en Japón, y desde allí se exportó al mundo entero. Los especialistas aseguran que en la Argentina los casos van en aumento después de la crisis de 2001.

Son jóvenes que viven en el encierro, pero no se trata de los participantes de la casa de Gran Hermano. Son chicos que se vuelcan a las nuevas tecnologías, pero no como un juego sino para crearse una realidad paralela. Tienen entre 13 y 20 años, y en vez de ir al colegio, al trabajo o salir a divertirse con sus amigos, prefieren quedarse solos en su habitación y no tener contacto con nada ni con nadie. Cada vez más adolescentes de clase media y media alta son víctimas del enemigo silencioso de estos tiempos: el autoencierro, un fenómeno muy nuevo que cada vez es más frecuente entre los adolescentes de nuestro país. La patología comenzó en Japón, una de las sociedades más avanzadas del mundo económica y tecnológicamente, en donde en la actualidad uno de cada diez jóvenes sufre este tipo de trastorno, lo que reveló la alarmante cifra de más de un millón de casos. Alertados por el fenómeno, los especialistas japoneses decidieron buscarle un nombre a la enfermedad, y entonces la bautizaron como hikikomori, el nombre con el que ahora se conoce al trastorno mundialmente y cuya traducción al castellano sería “aislamiento”, “reclusión”. Así, los hikikomori se convirtieron en los protagonistas de una realidad pavorosa: a pesar de ser muchos de ellos chicos brillantes que tenían una vida social y que de un día para otro dejaron de salir a la calle, perdiendo todo contacto con el mundo exterior durante meses, incluso años. “Los jóvenes japoneses se ven exigidos social y culturalmente por el éxito y el rendimiento de sus acciones, ya sea en el ámbito académico y laboral, como en el sentimental. Por eso, cuando sienten que han fracasado en alguno de esos aspectos, no están preparados para atravesar esa decepción y deciden recluirse herméticamente. Esto tiene un origen múltiple: por un lado, la reducción de la natalidad, por lo que las familias sólo tienen un único hijo en el que depositan todas sus expectativas, y por el otro, porque la educación del niño está dada por la madre, ya que el padre no tiene esa función cultural y destina muchísimo tiempo a su trabajo, quitándole al chico el referente paterno. Otro factor importante es la vergüenza que causa en la familia esta situación, ya que están muy pendientes de cómo son vistos por los otros, y tener un hijo con estas características es humillante, por lo que la familia decide sostener esto en secreto, fomentando y sosteniendo el conflicto sin capacidad para pedir ayuda profesional. En los países desarrollados existe además un culto a la soledad asociado al anonimato que presentan las ciudades súper pobladas, y la falta de cooperación entre la gente lleva a graves fallas comunicacionales en todos los niveles de la sociedad”, opina la doctora María Alejandra Clúa, psiquiatra infanto-juvenil y directora del sitio Mipsiquiatra.com.ar. Si bien en Argentina el trastorno es aún poco conocido, los terapeutas indican que se ha vuelto llamativamente común de unos años a esta parte, y la mayoría de los casos se hizo visible después de la crisis económica de 2001. La licenciada Sonia Almada, psicóloga y directora del Centro Asistencial de Salud Mental ArAlma, ensaya una respuesta al respecto: “Hay que destacar que todavía no se conocen las causas, debido a que se trata de un desorden muy nuevo y sería algo prematuro analizar por qué llega una patología como ésta a instalarse en nuestro país, en donde tenemos una cultura tan distinta de la japonesa. Pero no hay que perder de vista que los adolescentes argentinos son hijos de la crisis, y que muchos de ellos vieron a sus padres desesperados y desesperanzados por los acontecimientos que les tocaron vivir. Además, la inseguridad y la falta de oportunidades recluyeron a muchos adultos en sus domicilios, y eso fue visto como un ejemplo permanente y perturbador por los chicos. No obstante, hay que remarcar que en todos los casos de hikikomori que he visto en el consultorio existía una vivencia traumática acarreada desde la infancia, como ser una situación de abuso infantil, la separación de los padres o la muerte de un ser querido muy cercano. Ese trauma silenciado durante los primeros años de vida termina explotando en la adolescencia, con desenlaces imprevisibles”, explica la terapeuta.

Mal moderno

Miguel tiene 17 años y lleva más de seis meses sin salir del departamento que comparte con sus padres en Saavedra. Su explicación al porqué del encierro es siempre la misma: “El mundo es una mierda, yo no voy a ir a ningún lado. ¡Si me obligan a salir, me mato!”, amenaza cada vez que algún integrante de su familia intenta alejarlo de su cuarto, en donde transcurren las únicas actividades que incluye, hoy por hoy, su vida: sentarse frente a la computadora o al televisor, estar despierto toda la noche, dormir de día, comer poco y nada… Para Nicolás (19), en cambio, este verano podría llegar a ser liberador: después de haber estado recluido durante cinco años, saldrá nuevamente de vacaciones con sus padres y hermanos, algo que la familia entera había postergado desde el inicio del trastorno, para no desestabilizar el supuesto “orden” familiar que estableció el encierro de su hijo mayor. Después de un largo tratamiento, el chico aceptó viajar a la costa en un remise, pero sus padres aún temen algún imprevisto que los aleje de la meta soñada: sacar a Nicolás por fin de la casa y que abandone para siempre el aislamiento. Así como a partir de los años ‘90 la anorexia y la bulimia se convirtieron en flagelos entre las chicas, el autoencierro es hoy el mal que aqueja mayoritariamente a los varones de buena posición económica. “Hay chicos que no sólo no salen a la calle, tampoco se asoman al patio o al palier del edificio. Estoy atendiendo algunos pacientes que llevan años recluidos y en casi todos los casos el trastorno comenzó de la misma manera: primero dejaron de querer ir a la escuela, después optaron por no ver más a sus amigos, y finalmente llegaron a recluirse todo el día en su habitación y sólo salir para ir al baño –describe la licenciada Almada y destaca la importancia de la participación de los adultos frente al problema–. Estos jóvenes tienden a ponerse ermitaños y muy agresivos, y sus padres tienen miedo de que si los obligan a salir, puedan dañarse a sí mismos o a algún integrante de la familia, entonces permiten que su hijo se quede adentro. Además, los papás tienden a sentir lástima por el hijo encerrado y muchas veces eso atenta contra los demás integrantes de la casa. Como el síndrome no sólo es del paciente sino familiar, con el tiempo toda la familia está autorrecluida, sin vacaciones ni salidas. Por eso es fundamental que los papás que adviertan este tipo de conducta reconozcan que tienen un problema y entonces realicen una consulta con algún profesional”, recomienda la especialista, que en este momento atiende en su consultorio doce casos de chicos que presentan esta patología. Según Stella Maris Rivadero, coordinadora del ciclo de púberes y adolescentes de Centro Dos, los hikikomoris no siempre son fáciles de identificar: “En la adolescencia pueden aparecer períodos naturales de aislamiento y de apatía, ya que se trata de una etapa en la que los chicos tratan de encontrar su identificación sexual y adquieren una nueva idea de su cuerpo, que deja de ser el de un niño, y los hace sentirse como desubicados. Por eso es habitual verlos tristes, tirados en la cama y sin ganas de hacer nada –advierte Rivadero, al tiempo que aconseja discernir aquellas conductas propias de los jóvenes de ciertas actitudes anómalas–. Es común que el adolescente alterne entre la euforia y el encierro. Pero si el aislamiento se vuelve crónico, los padres deben estar alertas y pedir ayuda terapéutica. El problema es que los adultos suelen no advertir este trastorno porque ellos mismos tienen miedo de lo que ocurre afuera y entonces ven con buenos ojos que su hijo se recluya. ‘Es un chico muy casero, pobrecito’, es una de las justificaciones que dan habitualmente los adultos, sin darse cuenta de que sus hijos tienen un problema para relacionarse con el exterior”, sostiene Rivadero. Si bien los hikikomori tienden a ser fanáticos de la tecnología, llegando a jugar con la computadora días enteros, sin parar siquiera para dormir ni para ingerir alimentos, los especialistas concuerdan en que los avances tecnológicos no son los causantes del encierro, sino más bien herramientas que les permiten a estos jóvenes alejarse aún más del afuera y construir una realidad paralela, lejos de estímulos externos como ser sonidos, sabores, olores y texturas. Todas las percepciones del chico se vuelven de la puerta para adentro y, en la mayoría de los casos, ocurren frente al televisor o a la computadora. “Se escudan en la virtualidad por temor a recibir sensaciones reales, pero no todo es culpa de la computadora. Hay un trasfondo muy complejo que los lleva a pasar tantas horas frente al monitor, porque muchos otros chicos usan objetos tecnológicos pero siguen teniendo una vida social. No se trata de un fenómeno masivo, pero en este momento se ve más porque hay mayor información al respecto. Los padres están advertidos, aunque no siempre llevan a los chicos a la consulta porque les cuesta ver lo que realmente pasa y entonces ellos también construyen imágenes virtuales, negando la realidad del problema”, dice Stella Maris Rivadero.

Un problema con solución

No se puede considerar el trastorno de hikikomori como una entidad patológica que se pueda extrapolar a todo el mundo, ya que el componente cultural y social japonés es diferente del de muchos países. De hecho, este trastorno no se encuentra en los manuales de clasificación internacionales de patologías psiquiátricas, ya sea el DSM IV TR (clasificación americana) o el CIE 10 (clasificación europea) –considera la doctora Alejandra Clúa–. En nuestro país se observa un avance creciente de los trastornos de ansiedad en sus más variadas manifestaciones y a edades de inicio cada vez más tempranas, siendo la fobia social un trastorno sumamente incapacitante y con algunas similitudes al trastorno de hikikomori. Es importante poder hacer un diagnóstico diferencial de cada caso en particular, ya que existen múltiples patologías que pueden confundir el cuadro, como crisis de pánico con agorafobia, trastornos de personalidad esquizoide o dependiente, depresión, ciberadicción… Lo importante es llegar a la consulta, y cuanto antes, mejor”, recomienda la especialista. En oportunidades se vinculó el mal a las matanzas ocurridas en colegios y universidades, en las que jóvenes solitarios asesinan a sus compañeros y luego se suicidan. Pero los profesionales aseguran que los hikikomori pueden amenazar con matar y con matarse, pero nunca llegan a hacerlo. “La patología del encierro no es un trastorno mental grave, porque no incluye delirio ni alucinaciones, y por eso es un problema que se puede superar. Sin embargo, hay que dejar en claro que el chico no dejará el encierro sin ayuda profesional. El primer paso es trabajar con los padres y realizar un tratamiento paso a paso… La recuperación es tan larga como las reclusiones, puede llevar años”, concluye la licenciada Sonia Almada.

http://www.parati.com.ar/nota.php?ID=9605

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